El país ha vivido distintas etapas en cuanto a la forma de prestar el servicio público. Invariablemente han oscilado entre el manejo público y privado. Tal vez un punto de partida fuerte haya sido la nacionalización de los Ferrocarriles concretada por Juan Domingo Perón en 1948, pagando 150 millones de Libras Esterlinas.
La oposición fue muy crítica aduciendo que se estaba muy cerca de la caducidad de la concesión y que los ingleses no se iban a llevar lo instalado aquí.
Poco más de cuatro décadas después, otro peronista, Carlos Menem decidió la privatización levantando banderas como aquella del dineral que se invertía en papel higiénico inexistente o el déficit de un millón de dólares diarios.
En 2007, Néstor Kirchner, que también llegó al poder por el peronismo, nacionalizó las líneas Roca y Belgrano. Resumiendo: tres presidentes de la misma extracción tuvieron ópticas distintas. Tal vez las decisiones políticas pesaron más que la conveniencia de los cambios.
Claro que el riojano fue más lejos que todos acompañados de los gobernadores que le respondían. Baste recordar que las privatizaciones indiscriminadas nos dejaron sin los dos bancos provinciales emblema de nuestro propio sistema financiero: el Mendoza y el de Previsión Social.
En todos los casos se beneficiaron solo los permisionarios. O en casi todos, porque la telefonía constituyó una excepción incorporando tecnología que permitió un verdadero salto de calidad en la materia.
De todas formas, hubo una constante: el trato despersonalizado. Las máquinas que, vaya a saber desde donde, contestan lo que quieren; la falta de seres humanos para responder a seres humanos; el casi desprecio por los contribuyentes que son los que hacen posible que éstas empresas operen. Se acepta que las compañías fueron creadas para ganar.
Se exige que brinden prestaciones acordes respondiendo a lo que son: empresas de servicios.
Por Roberto Armando Bravo.
