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Nobel para Leloir

Hace 110 años nacía Luis Federico Leloir.

Sus padres argentinos habían viajado a Francia por cuestiones de salud o para vacacionar, según las fuentes, por  lo que el alumbramiento se produjo en París. A los dos años vino al país solo con su madre por el fallecimiento de su progenitor. Aquí se crió en vastas tierras heredadas (40.000 ha) en la costa marítima que va desde San Clemente del Tuyú hasta Mar de Ajó.

Pronto puso de manifiesto su coeficiente intelectual: a los 4 años, mirando los diarios que compraba su familia, aprendió a leer solo.

De joven, Leloir se interesó por los fenómenos naturales y sus lecturas preferidas eran las relacionadas a las ciencias naturales y biológicas.

A los 26 años se doctoró en medicina, no sin algunos tropiezos, en la Universidad de Buenos Aires.

Título en mano, trabajó en hospitales públicos a los que dejó para ingresar en el campo de la investigación de la mano de su maestro Bernardo Houssay.

Pisando los cuarenta, tras varios viajes a Europa para perfeccionarse, Leloir pasó a dirigir el Instituto de Investigaciones Bioquímicas de la Fundación Campomar solventado por un verdadero mecenas: el empresario Jaime Campomar. Así lo hizo durante cuarenta años, hasta su fallecimiento en 1987.

En 1970 recibió el premio Nobel de Química por, según cita científica, “descubrir los nucleótidos de azúcar y su función en la biosíntesis de hidratos de carbono”.

Aún varios escalones por debajo de la consideración que tienen las estrellas del espectáculo y el deporte, Luis Federico Leloir se ganó un merecido lugarcito dentro del grupo que despierta el, en ocasiones, distorsionado orgullo nacional.

Por Roberto Armando Bravo.

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