Nos enseñaban que la repartían frente al Cabildo unos señores que se llamaban French y Beruti. No nos quedaba muy claro si eran ellos los creadores. Pero ¡qué importaba! frente al momento pleno de emoción cuando la maestra la prendía al guardapolvo sobre el lado izquierdo del pecho.
¡Eso era lo trascendente! La pequeña insignia despertaba los primeros sentimientos patrios. Es que, además, la señorita nos había contado sobre aquellos días donde el pueblo se hacía fuerte para expulsar al enemigo.
Y, por si a nuestras fantasías les hacía falta el elemento triunfalista, ¡Ganábamos! ¡Derrotábamos a las armas con ingenio! ¡Dábamos una lección al mundo de coraje e inventiva! ¡Rompíamos las cadenas! ¡Éramos libres de decidir nuestro propio destino!
Sí; aquel distintivo de formas redondeada (de tela o plástico) o lacito (cintitas) comenzó a forjar un espíritu nacional en ocasiones agredido por la inconducta de quienes tuvieron la obligación de predicar con ejemplos.
Aun así, pese a los desencantos, seguimos portando la Escarapela con orgullo, aunque más no sea por unos pocos días.
Por Roberto Armando Bravo.