Hay como doscientos pibes en Independencia y Centro América. Puede haber sido en los años sesenta, setenta, ochenta, noventa o dos mil.
Don Villa ha armado como veinte equipos y los enfrenta entre sí. Es parecido a los viejos campeonatos Relámpago donde el que perdía quedaba eliminado, salvo que en esa canchita nadie queda excluido. Más allá de sus condiciones, todos juegan.
Y el Tranco hace modificaciones; por ejemplo, enfrenta a los habilidosos con los rudos a ver si no arrugan. Es que, “para jugar al fútbol hay que tener carácter”.
“Ese va a andar bien” sentencia señalando con la cabeza a uno de los chicos. “Ese también”, dice de otro para, por lo bajo, agregar “tengo que hablar con la madre porque tiene malas juntas”.
Casi todos los días se escucha este diálogo entre un papá y el formador:
– “¿Cómo sabe si son buenos?”.
– “Yo les tiro una pelota para que jueguen”.
– “¿Nada más?”
– “No; se trata de fútbol y el fútbol es un juego”. Maestro de lo esencial sin cobrar un solo peso.
Por supuesto que hay más pero esa será otra etapa. Llegará cuando madure la conjunción enseñanza-aprendizaje y explote el talento.
Por ella pasaron Dante Silva, Marcos Noé y Omar Becerra, Darío Figueroa, Néstor Víctor Olmedo, Oscar Longo, Roque Paolantonio, Vicente Calderón y Mario Muñoz por nombrar solo algunos.
Cada uno de ellos, en algún momento, escuchó: el “juegue bien, vaya a la escuela, sea derecho, forme familia”.
Un día como hoy, hace cuatro años, se fue de este mundo Juan Carlos Villarroel. Durante décadas sembró tanto y tan bueno que, más allá del aniversario, siempre se lo recordará.
Por Roberto Armando Bravo.