Hace tiempo que no surgen los llamados “Distintos”, aquellos jugadores a los que se identificaba prontamente en un partido, más allá de que llevaran el número 10 en la espalda.
Del porqué, hay interpretaciones varias. Desde el “olvidate, no salen más”, hasta el justificativo “se acabaron los potreros”, pasando por “la forma de jugar exige que todos corran”.
Es cierto que el cemento hizo desaparecer las canchitas, lo cual no es nuevo. Ahora, el talento es innato pero también adquirido. Vale decir que, cuando un niño desarrolla destreza naturalmente, se puede pulir y eso se logra en cualquier espacio aunque no inspire como un potrero. En Europa siguen saliendo y hay menos tierra que acá.
La cuestión es si se pone el acento en potenciar la habilidad o se inculcan otras prioridades como correr, bajar, tirarse a los pies del rival y cosas por el estilo.
Si de jugar bien se trata, la segunda opción nunca puede ser una prioridad. Para sacrificarse, con solo proponérselo basta; en cambio, una inspiración surge cuando se puede pensar y eso se logra sin la fatiga que obnubila.
De modo que no es que no salgan ese tipo de jugadores. Parece que, por imperio de las circunstancias o lo que fuere, la etapa formativa no estimula su desarrollo.
Se suma la estigmatización
Por esa confusión que tiene el fútbol argentino, producto de la falta de identidad, desde hace varios años (al menos treinta) se premia más al lateral que va al piso que al creador que mete un pase gol.
El “Huevo, huevo” cotiza en bolsa; la estética es sinónimo de Pecho Frío. Y ningún pibe, en una edad tan vulnerable, quiere ese mote por lo que prefiere, si no se le reconoce el talento, correr, marcar y hasta pegar. Sabe que, cuando llegue a Primera, se le reconocerá.
Ojalá el fútbol argentino todo supere este largo período de amnesia y recuerde que, aunque se ejecute con los pies, al fútbol se juega con la cabeza.
¡Ah! La especie no se extinguió.
Por Roberto Bravo.