Antes que se inaugurara el dique de Valle Grande (2/10/1965), los viernes, las mujeres comenzaban a preparar en sus casas tortitas con chicharrones, rosquitos y demás. Los domingos, temprano por la mañana, los pobladores del Valle sentían el inconfundible aroma a tortas fritas.
Con el canasto del mate en una mano (delicias incluidas) y la silla de totora en la otra, las señoras partían como en procesión hacia una de las canchas de fútbol, la grande. ¿Dónde estaba? frente a la capillita que, pese a haber sido vandalizada, todavía se mantiene en pie.
Las sillas se ubicaban de espaldas al camino que sube hacia los túneles, mirando hacia la capilla. Mirando y rogando a esa cruz “que ganen nuestros equipos”.
Completaban el escenario, los hombres que no jugaban sentados sobre las piedras, disfrutando de una cervecita, y las niñas, de aquí para allá, inventando entretenimientos en los alrededores.
A ellas poco les importaba que, de preliminar, los purretes de Valle Grande ya estuvieran jugando el partido contra los de Rama Caída. Luego sería el turno de los mayores y, tal vez, les resultaría interesante ver a papá con pantalones cortos, intentando convertirse en figura.
El almuerzo dominguero llegaría más tarde que de costumbre; la diversión, más allá de vencedores y vencidos, lo justificaba.
Aunque no lo hubiera relatado Emilio Bielli ni comentado Armando Grillo, aunque el lunes no lo reflejaran ni El Comercio ni La Capital (todos ocupados en los partidos de la Liga), aunque nadie se enterara, cientos de personas (del millar de pobladores de Valle Grande) habían vivido un Feliz Domingo.
Y así era en varios distritos y parajes sanrafaelinos. ¿El fútbol? Era sinónimo de fiesta y familia en los inolvidables años sesenta.
Por Mirta Gladys Rosales Cuello.
Excelente. Así fue.