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Al ángulo (cuento corto)

Existen muchas cosas que hacen que un partido sea especial. No hay duda alguna de que las definiciones están a la cabeza: siempre está en juego algo más. Y ese algo más es nada menos que un campeonato, porque así se definían los torneos interbarriales de los años setenta.

En cuanto a organización, nada que ver con los campeonatos de aficionados que se disputan hoy, nada. Por empezar, las canchitas tenían el tamaño que tenían y eso determinaba la cantidad de jugadores por equipo. Muy pocas veces eran once contra once.

No existían listas de buena fe, ni planillas, ni árbitros; cada uno contaba sus porotos y no había disputas por eso. Valía la palabra, sí señor.

Marcadas por encimita algunas diferencias, volvemos al principio: lo de partidos singulares. No siempre estuvieron emparentados con los títulos; es más: la mayoría no tenía que ver con ellos. Menos los que disputábamos nosotros (City Diamond), que mirábamos la modesta cantidad de garbanzos con ganas de que germinaran.

Entonces, acumulábamos partidos especiales porque así lo querían circunstancias tales como calenturas, rivalidad, azar y otras. De esos, teníamos para coleccionar.

Ejemplo: un domingo a la mañana jugamos uno con Sportivo Usina que era uno de los equipos de Pueblo Usina (hoy barrio Constitución). A los partidos con ellos los calificábamos de duros.

Ese lo jugamos en una canchita que estaba aledaña a la ripiera (basurero público que se ubicaba donde hoy la terminal de ómnibus). O sea, éramos visitantes, lo que representaba algo más en nuestra contra: a ellos los alentarían unas cien personas entre novias, aspirantes a novias, amigos y hasta iracundas mamás (“¡No le pegués al Rulo, desgraciado!”).

La inspección

Cuando llegábamos a una cancha que no conocíamos, lenteábamos con disimulo, no fuera cosa de ofender a alguien. Claro que no pudimos evitar fruncir el ceño; aquella, además de corta, tenía un marcado desnivel a todo lo largo: depresión al medio y bastante altura en las orillas. “Esta parece las zanjas que hacían los soldados en la Guerra Mundial”, se quejó por lo bajo Cacho. “Trinchera”, corrigió con aires sabiondos Piro, que era fanático de Combate.

Aquel piso perjudicaba nuestra estrategia (aguantar atrás y salir de contra con pases largos hacia las puntas) y favorecía la de ellos (meternos en un arco). Si todas las canchitas eran un atentado contra la precisión, esa, muchísimo más.

Los primeros treinta minutos, los Siete Grandes (como nos autodenominábamos para darnos ánimo) aunque defendiéndonos, los pasamos sin mayores sobresaltos. Más aún: la presión de afuera era mayor que la de adentro. Eso sí, no tiramos una sola vez al arco.

En el complemento se nos vinieron al humo: se prohibieron jugar, la revoleaban a la Troya y llegaban con cinco o seis. Nosotros cada vez más atrás. Al Vizcacha le salieron chichones de tanto sacar de cabeza y el Delfín tapó todas. El resto respondía urgente al “¡sacala!”. Tan atrás nos metieron, que en los últimos minutos nos habíamos colgado del travesaño.

Sobre el final (no existía el descuento), en nuestro único ataque en una hora de juego, una pifia de ellos nos regaló un tiro de esquina. El Chiche hizo un gesto, fuimos cinco e hicimos la gran Estudiantes del ̍68: corner al primer palo, peinada de Manolo (nuestro ropero) y el Tito fusiló a unos dos metros.

Pasó en un instante

El envío fue tan violento que pegó en la cara inferior del travesaño (era cuadrado), desplazó el arco hacia atrás (se ve que el poste no estaba bien cimentado), la pelota picó un par de veces y salió. ¿Adentro? nosotros juramos que sí, ellos que no.

La discusión

Así como antiguamente el capitán se dirigía al árbitro (con las manos atrás) los capitanes se pusieron cara a cara y, con gestos adustos, expusieron sus argumentos que fueron desde el simple “¡entró!”, “¡no, no entró!” hasta una teoría sobre la bisectriz.

Finalmente, sin VAR (el bar era para los más grandes), se cerró la disputa con una solución Salomónica (como calificaban los diarios de antes a los empates): el partido se dio por concluido 0-0.

Caramelito agridulce: el resultado nos dejó desazón (debíamos haber ganado) y satisfacción por igual: éramos de festejar los empates y no nos avergonzaba. Aquel partido, por llamarlo de algún modo, pasó a la galería de los inolvidables.

Por Roberto Armando Bravo.

One Comment

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  1. Hola Roberto… muy bueno que tiempos aquellos donde empezábamos a jugar casi hasta sin tiempo…. terminaba el partido cuando la pelota se confundía con la tierra….y llegábamos a la casa pasados de tierra……

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