Hace medio siglo, los niños de entonces mitigaban las quemaduras de los cohetes metiendo las manos en la arena de las caudalosas acequias sanrafaelinas. El riesgo mayor lo causaban las cañitas voladoras que salían despedidas desde una botella de cerveza o gaseosa; a más de uno dañó considerablemente.
El tiempo transcurrió y la pirotecnia fue brindando opciones cada vez más explosivas. Lo peor fue que una gran mayoría no tenía el visto bueno del organismo competente (Fabricaciones Militares) y crecieron los accidentes.
Dos años atrás, la Legislatura provincial aprobó una ley para poner freno a una verdadera «carrera armamentista» que se desataba en las fiestas de fin de año. Fue concebida para prohibir aunque solo pudo limitar.
Vale, de todas formas, porque endureció los requisitos para la habilitación de locales y aumentó los aranceles. La consecuencia fue que, al no haber una rentabilidad tentadora, las ventas disminuyeron significativamente.
El caso departamental habla de una caída cercana al 40% de los comercios expendedores de pirotecnia en el último lustro (de 80 a 30).
Humanos y animales, agradecidos.
Por Roberto Armando Bravo.