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Las cooperadoras

Son una parte indisoluble de la educación. Y lo son desde siempre. 

La historia nos recuerda que en 1816 se creó la primera Junta Protectora, lejano antecedente de las actuales Cooperadoras Escolares. A modo de apunte se podría agregar que nació en Chacosmús, provincia de Buenos Aires.

Las juntas (ahora Cooperadoras) cumplen hoy exactamente 200 años; los mismos que tiene la declaración de nuestra independencia, lo que expresa inequívocamente la vigencia. Antes, y ahora, un grupo de gente, padres de escolares o estudiantes, actúa orgánicamente para cubrir necesidades insatisfechas de escuelas y colegios.

Trabajan ¡Vaya si trabajan!; que rifas, té lotería, desfiles de moda o cualquier evento que atrae en estos tiempos y, en otros, quermeses. Mucha imaginación, toda la inventiva para generar escenarios propicios para recaudar, para que los dividendos estén antes que los fondos gubernamentales.

Un ejemplo lo constituyen los padres de la escuela Rodolfo Iselín. A puro baile juntaron cerca de $80.000 para comprar una caldera rota desde hace siete años. No llegaron a tiempo, la caldera se rompió y, lamentablemente, tuvieron que destinar parte de lo juntado para la reparación. 

Quienes integran una Cooperadora tienen que reunir ciertas virtudes. La primera parece pero no es tan obvia: sentido de la cooperación, lo cual no se encuentra fácilmente en tiempos de exacerbado individualismo.

La conciencia y el comportamiento en equipo resultan altamente enriquecedores. Es menester la solidaridad para buscar el bien sin pensar en el destino (no importa qué grado o curso tenga necesidades). También temple para capear los temporales.

Claro que hay recompensas. Humanas, por supuesto. La compatibilidad allana el camino hacia auténticos vínculos de amistoso compañerismo. 

Por Roberto Armando Bravo.

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