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Bufano: el poeta de lo cotidiano

Alfredo Rodolfo Bufano nació en un hogar de inmigrantes italianos, muy pobres, en Villa Nueva, Guaymallén.

Tuvo por única formación académica el tercer grado de la escuela primaria. Su adolescencia la vivió en Buenos Aires haciendo changas, hasta que encontró trabajo en una librería. Allí cultivó sus letras conociendo a escritores y periodistas de la época.

Hacia 1923 vino a San Rafael para trabajar en la Dirección de Vialidad. Tres años más tarde, le ofrecieron horas cátedra de literatura, castellano y geografía en la Escuela Normal. Fue profesor durante más de veinte años, hasta su despido.

El también escritor mendocino Ángel Bustelo escribió: “lo cesantearon por su conducta democrática antinazi durante la Segunda Guerra Mundial, que le valió el odio zoológico de los cavernícolas del primer gobierno de Perón. Lo acusaron de no tener “título habilitante” para dictar clases de castellano, a uno de los mejores escritores que ha tenido el país, sin reparar el dicho de Sarmiento de que “los títulos no acortan las orejas”.

Volvió a Buenos Aires donde acusó problemas respiratorios y de audición.

En 1950 vino a visitar a una de sus hijas y, el 31 de octubre, murió de un ataque al corazón.

Sus restos fueron llevados al Cementerio de La Chacarita donde una comisión de honor los despidió. La integraron, entre otros, Jorge Luis Borges, Manuel Mujica Laínez y Eduardo Mallea.

Empero, como Bufano quería que sus restos estuvieran en San Rafael, fueron trasladados el 6 de diciembre de ese mismo año al Cementerio de la Villa 25 de Mayo.

Su epitafio, escrito sobre piedra, reza: “por eso cuando sea eternidad, poned los huesos en el campo en flor, y en una piedra tosca esta inscripción grabad: poeta, sembrador y poblador”.

Te quiero

Te quiero por la tenue caricia de tu voz,

te quiero por la seda de tus manos,

por la blancura de tu piel, te quiero.

Por la sensual promesa de tu nuca,

por tu fino cabello, por el raro

perfume de tu carne en primavera,

por la gracia felina de tu cuerpo

con algo de vestal y de leopardo.

Te quiero por la roja flor de fuego

de tu boca entreabierta, por el vago

resplandor religioso que te envuelve

como el halo de luz circunda al astro;

te quiero por tu alma, oh mi pequeña,

que es alma de pureza y de milagro,

¡y por tus ojos!, por los ojos esos

que en gracia eterna moverán mis labios

para cantar los versos que ellos mismos

hacen brotar del corazón extático,

como el hilo perenne de la fuente

que murmurando salta hacia el espacio,

para tornar de nuevo a recogerse

y volver a surgir, siempre cantando.

¡Oh mi gacela. Oh mi olorosa, linda

como una florecita de naranjo!

Alfredo Rodolfo Bufano.

Por Roberto Armando Bravo.

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